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4 de agosto de 2018

¿Qué defendemos cuando defendemos la música clásica?


Publicado originalmente en catalán en L'Esmuc digital 70, julio-septiembre 2008.

La música clásica está en crisis.[1] Su público disminuye al tiempo que envejece; la media de edad de abonados a temporadas sinfónicas aumenta considerablemente; los índices de audiencia de las emisoras especializadas bajan irremediablemente y las discográficas ni siquiera acceden a dar cualquier dato sobre sus ventas.[2] Todo eso lo sabemos desde hace tiempo.

El tema preocupa a estudiantes y ocupa a algunos centros. El Conservatorio de la Haya, por ejemplo, inició hace unos años un programa de máster que atiende desde una perspectiva artística esta problemática. Su trascendencia ha hecho que se convierta en un proyecto europeo en el que colaboran varios centros del continente: Music Master for New Audiences and Innovative Practice (NAIP). Desafortunadamente en la Esmuc, pese a tener recursos humanos capacitados para ello, no existe una iniciativa similar. Ahora bien, el tema es abordado con cierta frecuencia en TFGs y TFMs donde los y las estudiantes proponen diversas estrategias para atraer nuevos públicos y renovar algunos aspectos de esta tradición.

Hace unos años, Albert Gumí me comentó que lo del envejecimiento del público lo venía oyendo desde que era estudiante. Si eso fuera una tendencia inexorable, comentaba, ahora las salas estarían completamente vacías por defunción de oyentes. Afortunadamente esto no ha pasado. Pero como la media de edad no hace sino subir, podemos concluir que la clásica se ha convertido en una música etaria que, como el bolero o el tango clásico, interpela fundamentalmente a una franja de población cuyas edades superan los cincuenta años.[3] En cuanto nos hacemos mayores tendemos a asistir más a conciertos sinfónicos y entonces entramos en la estadística. Además, ésta nos dice que con el paso de los años, nos incorporamos al deleite de la gran tradición de música de arte occidental cada vez más viejos.

¿Es posible que los grandes compositores como Mozart y sus obras vuelvan a atraer a una audiencia amplia y recuperen sus otrora exitosas ventas de entradas y discos? De hecho lo hacen. Músicos como James Rhodes, Ara Malikian o André Rieu son capaces de vender grandes cantidades de discos o abarrotar los enormes espacios donde presentan algunas de las páginas más conocidas de la música clásica. Apuesto a que esta última frase no gustó. Es verdad que Rieu y similares no representan "la música clásica" sino el crossover de ésta hacia otra escena musical distinta en valores estéticos. Muchos colegas se quejan del mal gusto de sus presentaciones y de la baja calidad de sus interpretaciones. Pero, ¿de verdad es tan malo?



Con frecuencia hago comparar a mis estudiantes su interpretación, por ejemplo, del Bolero de Ravel, con alguna otra de alguna orquesta aceptable para ellos. Los tempi elegidos, su fraseo, afinación e interpretación en general no es demasiado diferente. Lo que no soportamos es el mal gusto de su puesta en escena: el escenario mismo; los fuegos artificiales; la colocación y vestimenta de los músicos; y, por supuesto, las afectadas reacciones del público. En efecto, nos burlamos de esos ricachones anegados en lágrimas viviendo experiencias artísticas elevadas y paroxísticas con el sector más chabacano del repertorio clásico. Sin embargo, lograr esos niveles de emoción, ¿no es el objetivo que persigue todo músico? Parece ser que el que el repertorio de la clásica tenga una segunda oportunidad en otra escena no nos basta. ¿Qué defendemos entonces cuando defendemos la música clásica?

En un concierto reciente, Daniel Baremboim, una vez más, detuvo su interpretación y reprendió a la gente que aplaudía entre movimientos y le tomaba fotos. En un momento dado encaró al público y les dijo: "Sé que estamos todos muy emocionados… Pero, por favor, escuchen hasta el final”. Es bien sabido que Baremboim también se preocupa por el lugar marginal al que se está relegando a la música clásica en la cultura actual y que en su opinión, esto se resuelve con una educación musical adecuada en los colegios. Pero también sabemos que en la época de Mozart, Beethoven o Brahms, los conciertos solían armarse con retazos de obras enteras y que el público comentaba y aplaudía cuando le daba la gana. El silencio y control absoluto del sonido del espacio de concierto es en muy buena medida una influencia de la experiencia de escucha fonográfica en espacios domésticos privados a través de la tecnología que lleva con nosotros apenas más de cien años.

Los casos mencionados apuntan a que cuando defendemos la música clásica no nos basta con preservar un cúmulo de compositores y obras y hacerlas que se escuchen constantemente. No nos basta con que sean conocidas por un público amplio que compre sus discos, quiera asistir a los conciertos y viva intensas experiencias estéticas con ellas. Cuando defendemos la música clásica en realidad defendemos un modo específico de interpretarla, un modo concreto de presentarla y un modo singular de escucharla. Es decir, una serie de conductas, normas y rituales que tejemos en torno a esos compositores y obras. La paradoja histórica es que a lo largo de los últimos cien años, el canon ha hecho que los compositores y las obras que se tocan no cambien, pero sí las conductas y modos de interpretarlas y escucharlas.

Pese a que no estamos muy dispuestos a transformar los rituales de escucha actuales, lo lógico sería que cambien de nuevo y que las nuevas audiencias descubran sus propios motivos para amar la música clásica y seguir haciéndola inmortal. Tal y como lo hicimos en el siglo XX. Y quizá esto se vea atravesado de selfies, posteos en directo y exclamaciones de júbilo aun cuando la música aun no haya terminado. Admitámoslo, cuando defendemos la música clásica, en realidad lo que defendemos son nuestros modos de interpretar, comprender y escucharla. Nos defendemos a nosotros, no a los viejos maestros ni sus grandes obras.
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[1] El tema de la crisis de la música clásica es polémico. Algunos afirman que la clásica simplemente está muerta. Otros dicen que goza de salud y normalidad. Seguro que alguien miente: estas afirmaciones necesitan muchos matices. En España apenas hay estadísticas para fundamentar estas afirmaciones con datos. Pero las estadísticas en Estados Unidos, no son nada esperanzadoras.
[2] Recordemos sin embargo que el disco más vendido de 2016 es de música clásica. El tema contienen muchas paradojas.
[3] Músicas etarias son las que están destinadas a franjas de edad determinadas: las músicas para adolescentes, para niños, para mayores. Algunas músicas envejecen con su público como el charleston, el mambo o cierto rocanrol. Otras interpelan al mismo grupo etario pese al paso de los años como la música para niños como las canciones del Club Super 3 en Catalunya; María Elena Walsh en Argentina o Cri-cri en México.