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18 de diciembre de 2018

Roma (2018) de Alfonso Cuarón


Roma (2018) de Alfonso Cuarón es resbaladiza y desconcertante. Es fundamentalmente la performance de una cámara reducida al papel de testigo de aquello que le pasa por enfrente. Registro pasivo que no juzga, aparentemente no dice nada al respecto y apenas narra. Siempre aparentemente, no es consciente de lo que observa. Sólo es consciente de sí misma, de su preciosismo y arrogancia exasperante: regodeo de infinitos planos circulares que comienzan y terminan en el mismo punto o inician y culminan enfocando el mismo objetivo; encuadres imposibles; constantes y sutiles dosis de corrección sobre la marcha de enfoques, matices, contrastes y brillos; etc.


La cámara testigo produce fundamentalmente tiempo, mucho tiempo. No estamos acostumbrados a ese tiempo. Tiempo para recordar al Tarkovsky de Andréi Rubliov (1966) o el Sokúrov de El arca rusa (2002) o el virtuosismo de la cámara en algunas escenas de Children of Men (2016), también de Cuarón. Tiempo para reparar en su voluntad de salir a cazar premios. Tiempo para relacionar el despliegue visual con su precursor, Gabriel Figeroa, que a mediados del siglo XX enarboló una imagen cinematográfica de lo mexicano para el mundo también a un tiempo original y exótica. Tiempo para embobarse con una reconstrucción asombrosa de la Ciudad de México de los años 70: edificios, cines o parques que hace muchos terremotos que ya no están ahí, reaparecen ante nuestros ojos reedificados hasta el más mínimo detalle. 

El virtuosismo reconstructor alcanza a los objetos más pequeños y personales: las macetas de mi abuela hechas con trozos de platos y azulejos rotos; la redonda azucarera de mi tía con motivos que recuerdan el Op-art; mi bici… imposible no sentir el frío que se colaba por las mañanas antes de salir a la escuela a través de esas metálicas ventanas sin sellar. Imposible no sentirse interpelado en los más íntimos recuerdos todes los que navegamos esos espacios, tiempos y cultura.


Y los sonidos. Pocas veces se pone tanto esmero en la dimensión auditiva en el audiovisual contemporáneo: cubos que chocan desvelando sus materiales; radiodifusoras de moda; aves ya extintas en la ciudad, músicas estrujadas en las ecualizaciones de las radios domésticas de esa época; pregones de vendedores; etc., todo prescindiendo de música incidental y externa. No hay música que potencie o matice los tenues impulsos narrativos. En Roma, la abundante música es, simplemente, otro testigo mudo.

El despliegue de reconstrucción audiovisual conduce la película a los límites del hiperrealismo: la representación va más allá de lo representado de tal suerte que subvierte el orden simbólico de las cosas. Termina por crear una realidad en sí misma sostenida no por su relación con la ciudad representada, sino por los caprichos de la memoria y el abrumante aparataje de efectos especiales invertidos de manera nada ortodoxa. Roma, de este modo, no es un signo de lo real: es un simulacro.

Como se ha sugerido, es posible que Roma sea profundamente nostálgica. Pero sólo si se cree que los asesinatos a estudiantes en manos de fuerzas estatales o paramilitares son cosas del pasado en México. Sólo si se considera que ya no existe un clasismo, racismo y discriminación intensamente inoculado en lo más profundo del ser nacional que se ejerce contra una franja amplia de la población disfrazado en gestos asistencialistas.

La subjetividad pisoteada de indios, mujeres y empleadas domésticas no es cosa del pasado. Ni su ocultamiento en relaciones afectivas oblicuas. Despojo de derechos laborales mínimos (¿a qué hora termina su jornada?); ni el más mínimo derecho a decidir sobre lo más básico: ¿quiero o no que le pase esto a mi cuerpo?

Miserias normalizadas socialmente y exportadas en las narrativas de la telenovela. Pero como pasa con el realismo sucio de la literatura de Pedro Juan Gutiérrez con el que retrata la crudeza habanera del período especial o el Hombre urbano de Albert Vidal en el que encarna a un ser humano convencional exhibido en una jaula de un zoo al lado de otras especies; basta con poner un testigo a la realidad para que su lógica estalle en mil pedazos y cuente su drama. Aunque nos resistamos a verlo.

Siempre que retoma temas mexicanos, Cuarón lo quiere contar todo, absolutamente todo. Roma, erigida por un gran conocedor del cine como industria y como expresión artística, es a un tiempo un simulacro de ciudad; un simulacro de relaciones afectivas; un simulacro de película social de los años setenta y un simulacro de film de "arte y ensayo" contemporánea. Es un ejercicio irritante y disfuncional: el preciosismo visual, para unos, impide conectar más íntimamente con los personajes; para otros, obstaculiza la crítica directa a las asimetrías sociales representadas. Es una interesante apuesta por salir a conquistar premios internacionales mostrando codificaciones sociales e idiosincrasias sumamente localizadas y cerradas.


Es un film que está en boca de todos pero no para hablar de él, sino para discutir sobre cómo observamos, o mejor dicho, sobre cómo ciertas clases medias mexicanas no están acostumbradas a observarse a sí mismas de manera crítica: prefieren, con disimulada complacencia, consumir críticas prefabricadas para desecharlas de inmediato.