16 de septiembre de 2021

Monumento


El Monumento a la fundación de Tenochtitlán (1970) es un pequeño conjunto escultórico creado por Carlos Marquina a partir de una imagen del Códice Mendocino. Representa a tres hombres, una mujer y un niño precolombinos observando un águila que sobre un nopal devora a una serpiente: la señal premonitoria de que en ese lugar deberían fundar la que sería la capital del mayor imperio de Mesoamérica. Siempre está ahí, del lado de una de las entradas al imponente zócalo de la Ciudad de México. Casi nadie lo mira o repara en él. Por lo menos así era hasta que una fría mañana de otoño, cuando el sol no alcanzaba aun a calentar los pasos de los agitados oficinistas, comerciantes, brujos y vividores que transitan cotidianamente por ahí, un pequeño alboroto rompió el tedio de los impávidos aztecas de bronce.

En medio de ellos un hombre joven vociferaba con vigor. Lanzaba alaridos y reclamos a las inertes estatuas en una lengua extraña. La gente pasaba de lado ignorando a “un loco más de los muchos que vagan por la zona”: vagabundos sucios por fuera y alcoholizados por dentro que traen a cuestas infinidad de historias que nadie quiere escuchar. Un par de policías se aproximaron con visibles deseos de preservar la integridad de la decoración urbana.

—¡Oiga, salga de ahí! —le ordenaron.

Un poco más lejos, Lalo Matos y Roque Navarroto caminaban apresurados por Pino Suarez rumbo a la Catedral. A los jóvenes estudiantes de antropología sólo les faltaba ladear la enorme explanada de la Plaza de la Constitución para reunirse con los concheros al lado del Museo del Templo Mayor. El trabajo final de Etnografía urbana I consistía en una serie de “observaciones participantes” de las actividades del grupo de concheros Los testigos de TezcatliPunk. Así que, durante varias semanas, entre incensarios humeantes de copal, sones de huéhuetls y teponaztles, alaridos de trompeta de caracolas, penachos de plumas falsas y retazos de imitación de pieles de especies protegidas, se dedicaron a bailaran con ellos, hacerles algunas preguntas y sentir su particular conexión con “la cultura ancestral”.

Roque se retrasó un momento pues el endeble envoltorio que sujetaba su tambor, baquetas, cascabeles y parte de su atuendo, amenazaba con venirse abajo. Lalo, ya vestido de una suerte de Caballero Jaguar pero con una chaqueta china por encima pues “pinche frío que hace a esas horas en la ciudad”, aprovechó para fisgonear el alboroto que salía del monumento. Quedó atrapado por la figura del agitador matutino. Rasgos indígenas, joven, alto, delgado; piel límpida como el cielo de la ciudad cuando el viento y la lluvia la alivian momentáneamente de su polución crónica. Sus cabellos largos estaban atados con una cinta colorida. Una ajustada camisola de manga larga y cuello en V abrazaba su delgado pero musculoso cuerpo mientras que un pantalón largo partía de su delgada cintura hasta culminar en unas impolutas sandalias de henequén y cuero de venado. Toda su vestimenta era de un algodón primigenio, viscoso y brillante. Daban ganas de morderlo: era más blanco que la nieve de los volcanes y montañas que rodean el Valle de México.

—¡Qué salga de ahí y deje de decir tonterías que no le entiendo nada! —gritó un agente del orden.

—Está hablando en náhuatl mi capi —intervino Lalo sin dudarlo.

—¿Y qué chingados dice?... ¡no le entendemos un carajo! —Se quejó el oficial.

El personaje miró a Lalo y su extraño atuendo. Ahora estalló en cólera sobre él y le espetó no sé cuántas cosas en la lengua de los antiguos mexicas.

—¿Ya lo ve joven?, nomás ofende… y ni se le entiende… además está dentro de un monumento urbano “inflingiendo” la ley 574 del código civil. —Seguro que se acaba de inventar ese ordenamiento.

—Espere mi capi, —le respondió el estudiante—, la familia de mi compi es de por Acaxochitlán y entiende el náhuatl... ¡Roque ven acá!

En respuesta al llamado, el improvisado danzante azteca retomó sus aparejos y se aproximó a la escena intentando descifrar los alegatos del curioso personaje.

— Qué raro habla, —dijo Roque —, dice algo sobre tu ropa… que ofendes a los Caballeros Jaguar… apenas le entiendo… pregunta si te comiste el gato antes de colgarte su piel en la espalda… habla muy raro… como si lo dijera todo al revés… es como cuando aquél trabajo que hice en la escuela sobre El Quijote… qué raro hablaban.

“¿El Quijote?… ¿antiguo?...”, se preguntó Lalo.

El colérico vociferante estaba de suerte ese día. Por la calle Corregidora aparecieron el Miguel-lón Porpillo y la Nonis Bustamante. El primero es un viejo conocido de Lalo y Roque. Estudió antropología, historia y filosofía; nunca se graduó pero sigue rondando las aulas. Su pasión por las culturas precolombinas hizo que pronto se radicalizara, despachara los estudios universitarios “por colonialistas” y se dedicara en cuerpo y alma al activismo indigenista y a la investigación de la lengua, cantos, poesías y narraciones escritas en náhuatl del siglo XVI a partir de los primeros documentos notados en escritura occidental. Dominaba con bastante soltura algunas de las expresiones más antiguas de ese idioma.

Es verdad que era descendiente de inmigrantes vascos y catalanes y que la suya era la primera generación nacida en México. Pero ello no le impidió convertirse en el más acérrimo defensor la antigua toltecáyotl, la antigua sabiduría mesoamericana, “la sabiduría verdadera”, y dirigir el Colectivo por la Reinstauración de la Original Cultura (CROC) que reúne a notables intelectuales, poetas, académicos y activistas huicholes, tarahumaras, tzotziles, tojolabales, mixtecos, zapotecos, etc. En sus visitas asiduas a las bibliotecas más importantes de la ciudad consultaba con voracidad copias de documentos nahuas fundamentales del siglo XVI como el Códice Aubin, los Anales de Tlatelolco, los Anales de Cuautitlán, los Anales de Juan Bautista, etc. También aprovechaba el internet gratuito para descargar un poco de pornografía “que no deja de ser otro tipo de anales” para despistar un poco a la soledad nocturna.

La Nonis Bustamante era performer y artista multimedia con una notable trayectoria en el medio artístico mexicano. Es legendario su performance en el que, ataviada como la diosa Coyolxauhqui, desplumó parsimoniosamente un guajolote mientras recitaba fragmentos del Cantar de los cantares durante una de las soporíferas conferencias matutinas del presidente del país. Ambos habían quedado esa mañana para darle los últimos toques a un proyecto artístico - antropológico antes de proponerlo al Centro Cultural España (ubicado al otro lado del zócalo, detrás de la catedral). Su esbozo de performance giraba en torno a “la idea fundamental del mestizaje cultural de los pueblos”; cosa que les traía sin cuidado pero necesitaban generar algún encargo pagado y el Centro a veces era generoso.

Miguel-lón se aproximó y observó al personaje. Quedó atrapado por su ingrávido magnetismo. Se desvaneció en su limpia piel y sin darse cuenta comenzó a masticar su impoluta vestimenta de algodón.

—¿Qué pasa chicos? —musitó entre brumas sin despegar la vista del señor de ropas blancas.

—Acá este míster que quién sabe que trae y está de bravero —respondió alguien.

¿Cómo se llama el noble caballero? [1] —Le preguntó Miguel-lón al vociferante en su lengua con una fórmula de cortesía que leyó en algún canto de la corte mexica del siglo XVI. El individuo volteó en parte asombrado, en parte hastiado. Lo miró fijamente. Por un instante pareció calmarse. Pero poco tiempo después estalló en ira de nuevo.

…moczin… moczin, —repetía frenéticamente.

—¿Qué dice? —Preguntó alguien.

—¡Ay cabrón!…. Dice que es Cuauhtémoc, ¡el último gran emperador de los mexicas! —Se sorprendió Miguel-lón.

—¿Cuauhtémoc?, ¿y dónde está tu taparrabo?, —ironizó un policía y continuó, —este tipo tiene duendes en la cabeza… ¡nos lo llevamos!

Cuando intentaron aprenderlo el sujeto se revolvió con fuerza y estrategia. Fue imposible reducirlo. Transeúntes y paseantes se aproximaron a ayudar a los policías mientras aquél se defendía a manotazos y patadas. Una de éstas lanzó por los aires una de sus finísimas sandalias: fiiiiuuuuuu…. dibujaba una parábola perfecta que fue interrumpida violentamente por el tambor de Roque: ¡booooom!…. Lalo, Miguel-lón, la Nonis y el propio Roque repararon entonces en la planta de su pie desnudo: cicatrices, quemaduras, como si hubiese padecido ese tormento; “¡quemadle los pies hasta que confiese el paradero del tesoro de los antiguos aztecas!”… esa tortura inhumana que los conquistadores infringieron a… a… ¡Cuauhtémoc, el último emperador mexica!

Los chicos se miraron entre ellos asombrados. Sólo la Nonis rompió el silencio: “¡güey, qué arte!”.

Miguel-lón reaccionó:

—Espere, espere señor agente; esto lo arreglamos pronto. —Entonces se dirigió al bravo vociferante que ya estaba de nuevo en guardia listo para repeler otra embestida. Empleó una de las retorcidas fórmulas que usaban los grandes señores nahuas y que había leído una y otra vez en los documentos que investigaba.

¿No es imposible que los dioses concedan la suerte a unos miserables macehuales de estar tan cerca del más poderoso señor que ha visto el quinto sol? —Y dirigiendo la mirada hacia sus tatemados pies exclamó—, ¡gran señor de los mexicas sus ciervos somos y auxiliaremos a vuestra merced en todo lo que haya menester!

El individuo se calmó. Recuperó la postura recta y el aire de dignidad y le solicitó en un tono que parecía más bien una orden:

Que así sea… y espántame a estos zopilotes azules de una vez dijo al tiempo que señalaba con la barbilla a los policías.

De inmediato los muchachos entablaron negociaciones con los agentes del orden. Con la promesa de que se lo llevarían lejos, que no volvería a armar desbarajustes y ciento veinte pesos en monedas de baja denominación que juntaron entre todos, los oficiales accedieron a marcharse.

Una vez en la acera y los ánimos calmados, el personaje envuelto en ropas de algodón susurró: “comer algo, beber un poco, necesito reponerme un poco.

Lo llevaron a desayunar unos tamales con atole en una pequeña fonda cercana. Atendiendo el apetito despertado por el forcejeo, el presunto Cuauhtémoc degustaba unos humeantes y picosos tamales verdes.

¡Ah maravilla del mundo terrenal! —Exclamó sin levantar la mirada de la hoja de maíz. Luego preguntó a la atareada cocinera—, ¿de dónde eran estos sacrificados de carnes tan finas, buena señora?

—Ay qué raro habla este señor, —respondió la señora en castellano y continuó en el náhuatl de la sierra de Puebla de donde era originaria—, son unos cochinitos que me traen de Chalco.

—En efecto, esos chalcas son unos cerdos —reflexionó el fascinado comensal. —Nos traicionaron en el último momento y se aliaron con los hombres blancos de ultramar. Merecen este final. Sin embargo… siguen igual de sabrosos los cabrones… ¡como cuando los sacrificábamos antes de hacerlos nuestros aliados!... Deme otro con más salsita verde porfa.

Los muchachos, embelesados, lo veían comer sin cubiertos pero con unas maniobras finísimas y maneras de mesa que daban cuenta de su exquisita educación. Había miles de preguntas que le querían hacer: ¿quién era realmente?, ¿de dónde venía?, ¿por qué no usa el taparrabo que se supone vestían todos los hombres en la antigua Mesoamérica? Con la barriga llena, el regio personaje comenzaba a relajarse y sentirse cómodo entre sus inopinados anfitriones. Adelantándose a sus preguntas, comenzó a inquirir sobre ellos y sus actividades.

—¿A donde os dirigís vestidos así?

—¡Ay güey, la danza azteca! —Recordó alarmado Roque.

A rendir culto a Huehuecóyotl, señor de la danza, en el calmecac, ¡pues vamos ahí! —exclamó animado el tlatoani.

Nonis y Miguel-lón continuaron hacia el Centro Cultural España, “ojalá se traguen lo del proyecto”, mientras que Lalo y Roque caminaban rumbo al Templo Mayor con su invitado.

Haciendo alarde de todo tipo recursos didácticos, intentaron explicarle al inesperado acompañante que se dirigían a una práctica inocua, una especie de juego sin connotaciones religiosas o militares donde rememoraban las antiguas danzas mesoamericanas... El emperador pareció entender. Pero después de observar un par de evoluciones coreográficas de Los testigos de TezcatliPunk estalló en cólera y cual histérico director de ballet invadió el espacio de los danzantes agitando los brazos en alto y gritando.

No, no, no, todo está mal. Para comenzar el ritmo es pésimo; no es tam, tam tam… es así: trabam, trabam, trabam…

Arrebató entonces sus baquetas a los aficionados percusionistas de huéhuetl y les mostró una técnica con rotación de muñeca que hicieron retumbar los tambores como verdaderos cañones. A los tañedores de teponaztli les aconsejo poner caucho en una punta de las baquetas y sujetarlas finamente por el otro extremo de tal suerte que pudieran sentir la fuerza refleja de cada gesto efector. No le quedó más remedio que emprenderla a coscorrones contra los incompetentes trompetistas de caracolas para después mostrarles la correcta embocadura labial que les aseguraría el sonido adecuado pues “la caracola es la voz del mar… y al inframundo ha de mecer y exaltar”.

Luego se dirigió a los bailarines a los que enseño cabriolas, piruetas y maromas con tal garbo, estilo y dignidad, que sus penachos de fantasía ni se inmutaron ni empolvaron en tantas vueltas, ires y venires. Toda la plaza vibraba como nunca. Parecía que se venía abajo. Los turistas que hace unos minutos observaban y tiraban fotos sin parar a los danzantes, comenzaron a alejarse visiblemente afectados por el tinte hiperrealista que había tomado el asunto. Los testigos de TezcatliPunk enloquecieron; se vinieron tan arriba que comenzaron a desplazarse sin interrumpir su coreografía. Cruzaron la explanada del zócalo. Un par de ellos treparon por el mástil de la bandera monumental que está en el centro sin perder el ritmo trabam, trabam, trabam. El resto continuó por la calle Madero danzando, gritando y vandalizando todo comercio que encontraron a su paso. Tenderos y ayudantes intentaban desesperados cerrar sus persianas ante el avance de tan endemoniada turba. Unos se desviaron y raptaron a un par de meseras del Sanborns de los azulejos con fines que no quiero imaginar.

Una chica de nombre y ojos claros se quedó al lado del último de los tlatoanis y como agradecimiento a tan oportuna clase magistral en técnicas de ejecución y baile ancestral, le enseño unos pasitos de estilo chúntaro y cumbia wepa.

—¡Por los espejos de Tezcatlipoca!, —expresó el monarca —, con estas danzas guerreras, la batalla de Otumba jamás la hubiéramos perdido.

A partir de esa tarde y durante los siguientes dos días, se dedicaron a acompañar al regio invitado a diversos lugares que él mismo les indicó. Los muchachos continuaban tímidos de preguntarle algunas cosas de la vida en la antigua Tenochtitlán. Después de todo no tenían claro quién era realmente ese personaje de carácter tan explosivo e imprevisible. Poco a poco descubrieron que entendía frases en castellano siempre y cuando se las pronunciaran al revés, en hipérbaton continuo, pues “después de cinco años prisionero entre los cabezas de hojalata algo de su lengua aprendí”.

Se mostraba renuente a hablar cosas de la historia de la capital de los mexicas; de la vida religiosa o política y evitaba a toda costa cualquier comentario sobre la guerra contra la coalición ibérico-mesoamericana que terminó con su imperio. Sólo dejaba entre ver, de vez en vez, el recuerdo de una hermosa macehual de cabellos negros y mirada infinita, una plebeya que estuvo con él hasta el final y cuyo corazón robó. Sólo comentó que “se me ha permitido la gracia de volver un par de días a mis viejos territorios antes de continuar mi viaje por el mictlán”.

Esa noche lo llevaron a escuchar mariachis a la Plaza Garibaldi. Con un par de tequilas entre las orejas el tlatoani intentó imitar los gritos característicos que rasgan la monotonía de las canciones rancheras. Sus alaridos ensordecedores asustaron tanto al señor del guitarrón que se negó a seguir con la serenata.

—¡Qué lamentos tan profundos tenéis en esta época! Comentó.

Los muchachos cantaron a coro “El rey” mientras Migel-lón le traducía la letra que pareció complacerle en extremo.

En las pirámides de Teotihuacán se burló de la reconstrucción que realizaron los arqueólogos mexicanos a mediados del siglo XX. Acalorado de tanto subir y bajar monumentos, incitó a sus acompañantes:

—¿Se les antoja un pulquito?, en esta zona están los mejores del imperio.

Orientándose por la posición de las pirámides y rodeando las casas y calles de la actual ciudad de San Juan Teotihuacán, llegaron hasta un páramo donde milagrosamente resistían en pie un flaco burro viejo y una endeble casa con un par de habitaciones de paredes de adobe y techos de palma. Después de tocar la puerta con un ritmo muy característico y pronunciar algo que parecía una fecha calendárica del tonalpohualli, alguien abrió la puerta. Se sentaron sobre un petate. Sin mediar palabra les plantaron unos inmensos jarros de un consistente y ácido pulque. Poco tiempo después llegó un platón de nopales con tomate y mucho chile; luego, otro de chinicuiles; otro más de gusanos de maguey y al final una fuente repleta de escamoles. Una vez finiquitado el festín gritó “¡me lo anotáis como siempre!” y de la otra habitación asomó alguien que le guiñó un ojo.

—¡Por las plumas de Quetzalcóatl!, menos mal que estos afters están siempre abiertos a cualquier hora y en toda época histórica comentó su majestad.

Después visitaron el Museo de Antropología en Chapultepec.

—¿Este es el trastero donde guardáis las cosas viejas? preguntó el misterioso visitante quien se paseaba entre ansioso y nostálgico.

—¡Mira al abuelo Tizoc y su piedra!... ¡Qué recuerdos! comentó más adelante. Se reía de las representaciones de los antiguos mexicas con taparrabos y capas. Pasaron revista a dioses y monolitos.

—En mi infancia una Coatlicue de esas adornaba la cabecera de mi cama… le rezaba antes de dormir.

Caminando sin prisa pero sin pausa, llegaron hasta el aparador donde se exhibe el gran penacho de Moctezuma.

—Bueno es una réplica pues el original que le regaló Moctezuma a Cortés está en Viena y este lo hicieron siguiendo las tradicionales técnicas de…. —intentaba explicar Lalo cuando el tlatoani lo interrumpió con una sonora carcajada.

Jajajajaja¿pero acaso vuestros ojos no reparan en tan flagrante engaño?... el diseño es un timo, es una falsificación china, —dijo mientras cerraba un puño y bajaba y subía el brazo imitando los gatos mecánicos que venden en los bazares chinos—. El tío Moctezuma jamás les hubiera regalado un original a los invasores.

Los chicos se miraron perplejos entre sí.

¿Qué nunca han oído que los chinos descubrieron América antes que Colón?, —los regañó—, qué mala educación tenéis por aquí… ¿os siguen enseñando el sinsentido ese de la Santísima trinidad en los colegios franciscanos?

En la Plaza de las tres culturas de Tlatelolco, la ciudad natal de Cuauhtémoc, el visitante observó las ruinas de pirámides y templos sobre las que se yergue la parroquia de Santiago y el antiguo Colegio de la Santa Cruz donde recién terminada la guerra, los indígenas nobles sobrevivientes comenzaron a escribir la memoria de la derrota de los mexicas. Miró a los edificios modernos que rodean el recinto como aquél que por mucho tiempo albergó a la Secretaría de Relaciones Exteriores. Oteando las edificaciones de alrededor exclamó: “pero qué de gritos deben pegar aquí los sacerdotes para comunicarse entre ellos… ¿de qué lado de esa peculiar pirámide rectangular tiran a los sacrificados?”.

Más tarde abordaron unas “bicicletas ecológicas” y enfilaron rumbo al Templo Mayor: la gran pirámide doble con un ala dedicada al culto de Huitzilopochtli, deidad de la guerra y tutelar de los mexicas y la otra a Tláloc, dios del agua. La imponente edificación fue completamente destruida tras la guerra que sometió a la mítica Tenochtitlán. Sólo sobreviven algunos restos antiguos de las etapas tempranas de construcción de mediados del siglo XV que Cuauhtémoc jamás habría visto en vida.

El tlatoani compartía su bicicleta con la Nonis que no paraba de exclamar: “¡Güey, qué arte… mira cómo pedalea”. Mientras, el emperador jadeante, dándole duro al pedal, pensaba en voz alta: “qué desacierto no haber inventado un trasto de estos… imaginad… las huestes de Caballeros Águila y Caballeros Jaguar, todos en bicicleta… ¡hasta a los mapuches de la Patagonia hubiéramos dominado!

Sin embargo, al llegar a las ruinas su corazón se contrajo. Esperaba encontrarse con las altas torres que otrora rascaban las barrigas de las nubes. En cambio, lo ofendieron esas escalinatas rotas, trozos de muros sueltos y piedras enmudecidas hundidas a varios metros bajo el nivel del suelo: una cruel alegoría del destino de su pueblo.

Tambaleante, bajó de su bicicleta dejando a Nonis a bordo.

—Dios mío… he vuelto… ¡estoy en casa!... Todo este tiempo… ¡Al final lo logré! —Se dijo antes de caer pesadamente sobre sus rodillas. Entonces golpeó violentamente el duro suelo con el puño derecho.

—¡Maniacos!... ¡Lo habéis destruido!... ¡Os maldigo! ­Exclamó, y al tiempo que batía su puño izquierdo sobre el duro pavimento, remató, ¡os maldigo a todos!

Los muchachos se apresuraron a levantarlo y cubrirlo: “que no lo vean, que no lo vean”. Temían menos por la aparición de algún policía que por la posibilidad de ser descubiertos por algún representante de la 20th Century Fox que quisiera cobrarles derechos de autor por la alusión no autorizada a la escena final del Planeta de los simios (1968).

Migel-lón Porpillo convocó a una reunión extraordinaria de la CROC convencido de que el intercambio con el distinguido visitante, independientemente de su verdadera identidad, sería de gran inspiración para el proyecto pues “un personaje así puede darnos el liderazgo y la unidad que nuestro movimiento necesita. ¡Por fin!, alguien que sintetice en su persona todos nuestros anhelos”. Poetas, agentes culturales, intelectuales indígenas y otros invitados se arremolinaban en aquél viejo apartamento del centro de la ciudad. Estaban extasiados por el transparente rostro del invitado, su porte real, su comportamiento exquisito que acusaba su elevada alcurnia y su esponjoso vestuario de algodón. Más de uno se preguntó: “¿no debería llevar taparrabo?”; pero ninguno se atrevió a comentarlo en voz alta.

Una vez todos reunidos, el insigne invitado habló con voz fuerte, sosegada y regia.

—Me han traído aquí para conocer vuestros esforzados trabajos en la defensa de nuestro legado, nuestra cultura, la verdadera cultura —dijo antes de hacer una larga respiración y agregar con una solemnidad inabarcable—, quiero saber a quién tengo el honor de dirigirme.

María Chichinawí, poetisa huichola, visiblemente emocionada, no se contuvo y fue la primera en hablar:

—¡Oh gran señor de Tenochtitlán! Es un honor tenerte entre nosotros.

¿De dónde eres pequeño venado? —Preguntó el dignatario.

—Soy huichol…

—¿Eso qué es?

—Soy wixárika, del desierto del norte, donde el peyote extiende su infinita sabiduría.

—Ahhh… chichimeca… bárbara y salvaje… estarás de paso por aquí supongo ¿no?... incansable nómada… Siéntate por ahí a ver si te desasilvestras un poco —espetó el mexica con una arrogancia que desmoronó por completo el ánimo de la poetisa.

—Yo soy Juan Nepomuceno y soy cronista de la cultura tradicional de Ciudad Neza —se apresuró a decir otro excitado contertulio.

¿Ciudad Neza? ¿De dónde Nezahualcóyotl y Nezahualpilli?; —inquirió el emperador y agregó con ironía venenosa—, esos se la pasaban haciendo rimas y cancioncitas: aunque sea de quetzal se desgarrra ay sí, ay así… ‘Solo un poco iquíiiiii’, ¡Bah!

Juan quedó atónito. No sabía que decir. Y no hacía falta que dijera nada pues el invitado continuó de forma acusatoria:

—¿Pero de qué linaje provienes curioso recolector de historias texcocanas; del valeroso y fiel Coanácoch que peleó conmigo hasta el final defendiendo Tlatelolco de los invasores y más tarde compartimos el miserable deshonor de morir en la horca en manos espurias?; o quizá desciendes del perro traidor de Hernando Ixtlilxóchitl que vendió su alma a los extranjeros, cambio su nombre y rostro e impuso la nueva religión hasta a su propia madre?... porque si desciendes de éste último…

—Ay no sé decirle señor… yo vivo allá por los Ejidos de San Agustín, no sé más. —Alcanzó a musitar el atribulado cronista completamente replegado en el respaldo de su silla.

—Me llamo Felipe Bárcenas Cocoyotzin y vengo de Xochimilco —intervino otro invitado.

—¡Traidores xochimilcas! En el último momento nos traicionasteis: vuestras dos mil canoas y el paso que abristeis a los enemigos fueron letales —lo interrumpió el tlatoani con una brusquedad que despertó las alarmas de Miguel-lón y los otros.

—Soy Ramiro Metzabok, leo los astros y soy un indio lacandón del sur…, —intentaba decir un joven de infinitos cabellos lacios cuando una vez más fue interrumpido con violencia.

—¡Impostor! Los lacandones reales se extinguieron en 1712, vosotros sois nativos caribes de Campeche que os apropiasteis de las pintas y mañas de los lacandones.

Lalo se puso en pie y Miguel-lón intentaba poner orden: “vamos a calmarnos un poco porque…”; pero su voz fue acallada por otro miembro de la CROC impaciente por presentarse.

—Me llamo Pedro Ramírez Chocomiltzin y vengo de Azcapotzalco…

—¡Tepaneca miserable!, ¿cómo te atreves a mirarme a los ojos?, ¡humíllate ante tu señor que para eso les machacamos en gloriosas guerras! —gritó el presunto emperador rasgando su voz, desorbitando sus ojos y perdiendo cualquier atisbo de dignidad real.

Los asistentes a tan prometedora reunión comenzaban a perder la paciencia y paulatinamente fueron levantando un rumor de inquietud y decepción.

“Calma, calma”, parecía pedir Miguel-lón, pero ya nadie lo escuchaba.

—Yo vengo de la colonia Portales, —se apresuró a identificarse Carmencita Betancourt, pintora, tatuadora y animadora cultural.

—Eso… eso… ¿dónde es? —Se preguntó el exacerbado invitado. Alguien le pasó un mapa que superponía las imágenes de la antigua Tenochtitlán con las de la Ciudad de México actual. Entonces estalló en ira.

—Eso era agua… en medio del lago de Texcoco… no era tierra firme…. ¡No era nada! Largo de aquí ajolote sin historia —respondió el dignatario con una grosería que ya era vulgar.

—Este güey no es más que un marichulo cualquiera —gritó la animadora antes de salir enfurecida.

El desorden se generalizó. Entre estruendos de portazos algunos compañeros comenzaron a salir visiblemente indignados. El delegado de Puebla optó por esconderse pues vivía cerca de Tlaxcala y “no vaya a ser que haya alguna confusión”. Un compositor de Michoacán se ofreció a cantar unas pirecuas. Mantuvo la calma en todo momento pues “ese flaco y yo sabemos que los mexicas jamás pudieron contra los purépecha”, el pueblo originario de esa región.

El tlatoani perdió los papeles y con el mismo alboroto que protagonizó días antes en el Monumento a la fundación de Tenochtitlán continuó su lamento a gritos y manotazos.

—Pero dónde me habéis traído, dónde están los míos, dónde está mi gente, los hombres de verdad, la gente del maíz, los verdaderos guardianes del sol, los legítimos hijos de la luna, ¿por qué me reunís con traidores, ilegítimos y vasallos sin importancia?, sáquenme de aquí… ¡por favor!

La Nonis no paraba de gritar: “¡no mames güey!”.

Los chicos sacaron en volandas al desaforado personaje que continuaba maldiciendo en todas las lenguas del mundo. Lo llevaron de nuevo hasta el Monumento que no estaba muy lejos de ahí. El tlatoani reconoció las esculturas, las miró fijamente y caminando hacia ellas comenzó a increpar de nuevo a los aztecas de bronce al tiempo que subía otra vez al conjunto.

¿Y si vienen los polis del otro día? alguien preguntó con alarma.

Pues ya será su problema respondió Miguel-lón.

Pero no tuvieron que padecer mucho pues en la medida que el bravucón se internaba un poco más entre el conjunto escultórico simplemente desapareció. No se le escucho ni se le vio más.

Los cuatro muchachos quedaron un largo rato en silencio. Como intentando comprender qué demonios había pasado en ese momento; qué les había pasado aquellos días.

Al final no le preguntamos muchas cosas alguien rompió el silencio.

Yo sí le pregunté intervino orgulloso Roque—. No me pude resistir y le pregunté por qué no usaba el taparrabo que se supone todo hombre vestía en Mesoamérica.

¿Y qué te respondió? Preguntó a coro el resto.

Entonces engolando la voz e imitando la postura del recién partido tlatoani, Roque respondió: “¿estás loco?, ¿con el pinche frío que hace en esta ciudad por la mañana? El taparrabos era para posar para los códices y para asustar a los invasores”. “Qué arte güey”, remató la Nonis.



[1] Las cursivas representan expresiones y diálogos dichos originalmente en náhuatl. Se han traducido al castellano para mayor comodidad de los lectores. Agradecemos a Roque Navarroto y muy especialmente a Miguel-lón Porpillo su ayuda con la traducción (nota del editor).


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