Música
y discurso
Una vez más ha salido en una discusión entre
especialistas de la investigación musical el problema de la relación de los
discursos que circulan en la sociedad y la música (Lista de la IASPM-AL,
noviembre de 2011). Las dudas son las de siempre: ¿la música construye por sí
misma “discursos” sin ayuda del lenguaje?; ¿la música es un discurso?; o simplemente
la música junto con otros agentes no verbales es capaz de remitir a discursos
previamente construidos y articulados lingüísticamente.
Todos usamos la categoría teórica de
“discurso” y le adjudicamos un valor muy importante en las explicaciones y
análisis que hacemos sobre el papel de la música en la construcción de sentido
en la sociedad. Sin embargo, parece que la comunidad de investigadores (o una
parte de ellos) todavía está muy lejos de llegar a un acuerdo sobre el
contenido del término, sus alcances y limitaciones y su relación con la música
y las prácticas musicales.
Expongo aquí algunas reflexiones que parten
de intuiciones propias y no pretenden de forma alguna constituir una teoría al
respecto. Eso es labor para alguien que lo acometa de manera realmente seria. Espero
que pronto se abra un debate formal sobre el tema, argumentado y apoyado en
conocimiento reconocido y avalado académicamente.
¿Qué
es un discurso?
Intuitivamente podemos decir que un discurso
es una construcción lingüística que vehicula información, contenidos o
significados. Algunos colegas usan el concepto para referirse a aquellos
procesos de comunicación que no sólo transmiten información sino que crean
“efectos de sentido”. Sin embargo, intuitivamente también, es lógico pensar que
un discurso no es un signo aislado en el sentido de una unidad que transmite o
permite leer un significado. En todo caso es una articulación coherente de
varios signos que actúan coordinadamente para transmitir significaciones
complejas y amplias.
La mayoría de los discursos a los que nos
referimos en los estudios sociales y antropológicos de la música son alegatos
que intentan demostrar, legitimar, explicar, ejemplificar o justificar algunos
fenómenos y prácticas sociales, la mayoría de ellos institucionalizados y
avalados por los sectores o prácticas hegemónicas. De este modo, hablamos de
discursos de género que afirman la condición patriarcal de nuestra cultura, el
heteronormativismo y el disciplinamiento sexual o corporal. Nos referimos a
discursos identitarios que nos dicen cómo y cuándo nos hacemos parte de
colectivos específicos como la patria, el género sexual o nuestra condición
profesional o social. Hablamos del discurso que encumbra ciertas músicas como
legítimas, modélicas o canónicas, y que denigran a otras como sucias, de mal
gusto o vulgares. También hablamos de los discursos que desafían todas estas normas,
acuerdos y sobreentendidos sociales.
En definitiva, nos remitimos a discursos que
más allá de su veracidad o conveniencia, son algo más específico que simples construcciones
verbales que crean “efectos de sentido”. Por lo general, tienen una función argumentativa
y epistemológicamente tenderían a ubicarse en el nivel del metalenguaje, de la
construcción teórica (aunque ésta sea no formalizada y en muchas ocasiones
falaz o defectuosa). Los discursos de este nivel epistémico tienden a explicar
ciertas prácticas sociales, las cuales se ubicarían epistémicamente en el nivel
de los fenómenos u objetos de estudio sobre cuales se predica algo.
Las funciones argumentativas de los discursos
pueden adquirir la forma de procesos de inferencia lógica como la inducción, la
deducción o la abducción; pueden ser procedimientos no lógicos como la analogía
o metaforización; pueden ser falacias o procesos de argumentación con defectos
en su lógica rigurosa o pueden ser también intuiciones, corazonadas o
prejuicios expandidos socialmente.
Por otro lado, es obvio que un mismo discurso
se puede encarnar en diversas construcciones lingüísticas. Consideremos el
discurso de la supremacía estética de la música absoluta sobre la funcional y
de la autonomía de la música. Podemos hablar sobre el tema en muchos idiomas o
podemos hablar de él de muchas maneras: de modo extremadamente conceptual o
descriptivo; con ejemplos o sin ellos; organizándolo de manera cronológica o
temática; etc. Admitamos que el discurso no es el lenguaje que lo vehicula, sino
los contenidos vehiculados; que estos se pueden expresar de muchas maneras y en
algunos casos, quizá, puedan ser representados de manera no verbal por lo menos
en algunos de sus aspectos.
Otro problema es el modo en que se transmiten
socialmente los discursos. ¿Cómo aprendemos a ejercer los principios
patriarcales y heteronormativos de nuestra sociedad? ¿Alguien nos explicó
claramente cómo actúa un varón o una mujer antes de asumir esos roles? ¿O
simplemente fuimos aprendiéndolos tácitamente, imitando las conductas, chistes,
actitudes que vimos en nuestro entorno? Seguramente ha sido una combinación de
recursos verbales y no verbales. Algunos contenidos, valores o elementos del
discurso no se aprender discursivamente sino performativamente, interactuando en el espacio social,
integrándonos a las prácticas y conductas hegemónicas. Quizá este aprendizaje
construya en nosotros valores fragmentados, discontinuos, que sólo se nos
revelan en nuestra conciencia como un todo orgánico y coherente cuando los
discursivisamos en nuestros análisis o reflexiones personales e intuitivas;
cuando los leemos de un especialista que nos explica por qué nuestra cultura es
como es o quizá los descubrimos en el diván del psicoanalista.
De este modo podemos concluir lo siguiente:
·
El discurso no es sólo un “efecto de sentido”
sino la producción de sentido por medio de la articulación coherente y extensa
de varios significados. Podemos entender esta articulación como una secuencia
de argumentaciones o como una red de significados interdependientes de tal
suerte que si falta algún elemento de la red, entonces el discurso no funciona
“correctamente”.
·
En la realidad social los discursos por lo
general se aprenden paulatinamente de forma fragmentada por medio de la performance
social: rituales de paso, el baile, los chistes, las conductas sexuales, la
manera en que relatamos nuestras experiencias a nuestros amigos celebrando,
reduciendo y omitiendo ciertos hechos, etc. Los discursos se forman a partir de
estos valores de significado cultural:
es un modo de articularlos y darles coherencia (aunque sean perniciosos,
falaces o interesados).
·
El discurso no es el lenguaje sino sus
contenidos, algunos de ellos susceptibles de ser representados por medios no
verbales por lo menos en algunos de sus aspectos.
·
En la medida que un discurso tiene funciones
argumentativas, es posible abstraer analíticamente de su materialidad
lingüística sus estrategias argumentativas: sus principales ideas, ejemplos,
aseveraciones recurrentes, y formas de inferencia lógica o no lógica. Un argumento
puede simbolizarse por las conocidas fórmulas de lógica matemática. Mi colega y
amigo Alfredo Cid trabaja desde hace años sobre la capacidad argumentativa de
las imágenes.
·
Los discursos se expresan de manera más completa
en forma verbal. Pero algunos de sus elementos de sus contenidos, de sus
partículas argumentativas, algunos de los valores
de significado cultural, se pueden transmitir por medios no verbales.
Discursos
y medios no verbales
Todos sabemos de la importancia que tienen
los elementos no verbales que acompañan la elocución en las circunstancias de
comunicación verbal. Entre éstos destacan el lenguaje
gestual y corporal, lenguaje visual, la mirada y los elementos paralingüísticos: la intensidad o el
volumen de la voz; la velocidad de emisión de los enunciados; el tono y las
variantes de entonación y la duración de las sílabas; expresiones de llanto, risa,
el ritmo, la fluidez, el control de órganos respiratorios y articulatorios, etc.
Habría que agregar el lugar desde donde se enuncia, el papel función o identidad
del personaje que enuncia, etc. Todos estos elementos juegan un papel decisivo
en la significación: pueden matizar, enfatizar, profundizar alterar, ironizar o
desmentir lo que decimos.
La musca
en los discursos
Lawrence Kramer ya había notado que la música
puede interactuar con los discursos hablados de manera similar a como actúa
dentro del audiovisual donde imagen, texto y sonido se enzarzan en una suerte
de contrapunto intersemiótico que
propicia que las diferentes significaciones emanadas de cada medio en ocasiones
se refuercen, se sobreesciban hasta la redundancia o el pleonasmo, o bien se
complementen, se maticen, se ironicen, se contradigan, se desmientan, etc. Esti Sheinberg ha desarrollado una de
las teorías más completas sobre cómo la música por si misma puede crear ironías,
sátiras, parodias y efectos grotescos.
Por otro lado, no hay música que no se
escuche a través de un discurso. Los discursos median nuestra percepción:
discursos que valoran estética o socialmente la música que escuchamos, que nos dicen
qué música aporta o nos quita valor social, que nos indican qué práctica
musical es buena, prestigiosa o condenable, que nos inducen a buscar originalidad
e innovación, etc.
Algunas
Preguntas
¿Qué es primero, el discurso o las prácticas?
Lo más probable es que sean co-determinantes: se van formando mutuamente poco a
poco.
¿La música o cualquier otro elemento no
verbal puede formar parte integral de un discurso; o sólo sirve para
ejemplificar o contradecirlo? ¿Se trata de entidades epistémicamente asimétricas:
uno se ubica en el nivel de “objeto de estudio” y el otro del “metalenguaje”
que lo “explica”?
¿Los mecanismos de argumentación de los
discursos llegan a depender de la función de algún elemento no verbal? Quizá aquellos
que se basan en procesos analógicos o no lógicos.
¿Por
dónde seguir?
Mis amigos musicoteraputas argentinos con
frecuencia, cuando tienen que entrevistar a un menor marginal que ha sido
enviado a una institución y se niega o no pueden hablar, tienen que recurrir a
la música que escucha para comprender su discurso identitario.
Quizá sea momento de concebir los discursos no
ya únicamente como emplazamientos lingüísticos, sino como artefactos multimedia
donde lo lingüístico se contrapuntea intersemióticamente con la imagen y el
sonido, y dentro de éste, la música y lo musical. Después de todo, los
artefactos multimedia nos acompañan todo el tiempo (en móviles, reproductores,
computadores, etc.).
¿A donde nos llevaría este principio; cómo
deberíamos estudiar esta discursividad multimedia?
El problema sigue abierto.
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