La fonografía atenta contra los discursos de autenticidad de
la música pues, como sabemos, en el estudio se pueden alterar las competencias
de los artistas y la cualidades de sus interpretaciones. El ejemplo más citado
es el del dúo alemán Milli
Vanilli quienes después de ganar un Grammy al mejor artista revelación en 1990,
se descubrió que sólo se limitaban a hacer playback y que los
cantantes reales eran otros.
Las tesis fundamental defendida en el capítulo 4. "Música de sonidos fijados: el impacto
de la grabación" de Música
Dispersa, es que la grabación fonográfica no es un documento
de registro de una performance en directo, sino un modo diferente de
interpretar la música con valores artísticos intrínsecos y legitimidad propia. Pero
eso no quiere decir que su naturaleza creativa no pueda servir para mentir.
El Pink Floyd de The Dark
Side of the Moon (1972), por ejemplo, nunca pretendió que creyéramos que lo
que sonaba en el emblemático álbum era un registro de cómo tocaban en directo
una serie de piezas compuestas previamente. Se trataba más bien de una creación
artística de sonidos fijos que emplea el estudio de grabación como instrumento
para la composición. Esas pistas son la obra, la composición y la performance
simultáneamente. Sin embargo, la verdad sea dicha, no hemos sido
particularmente conscientes de ello.
Pero los fraudes fonográficos existen y no sólo en la música
popular urbana. Fue en un seminario de investigación artística en Gante cuando
escuché por vez primera el calamitoso caso de Joyce Hatto que cimbró el mundo de la música clásica del Reino Unido
durante la primera década del siglo XXI.
Hatto fue una pianista con cierto reconocimiento (conciertos, grabaciones, etc.) que detuvo su carrera artística hacia los años 70 por razones de salud. Pero hacia los años 90, el sello Concert Artist, propiedad de su marido William Barrington-Coupe, comenzó a lanzar de manera casi frenética grabaciones de sus "estupendas" interpretaciones de Mozart, Beethoven, Prokofiev y, sobre todo, Chopin.
En 2003, tres años antes de su muerte a causa de cáncer, el
nombre de Hatto comenzó a popularizarse entre los aficionados al piano,
primero, y después entre críticos especializados de medios como Gramophone,
Classics Today o The Boston Globe. Se celebró el redescubierto a una
estrella: se publicaron reseñas de sus discos, entrevistas y notas alusivas a
su carrera truncada envuelta en la narrativa heroica de la artista que se
superpone a una enfermedad mortal. Reconocidos y prestigiados críticos se
deshicieron en elogios. Pero el fraude no tardaría en descubrirse.
Al musicólogo Marc-André Roberge le llamó la atención en
mayo de 2005 que en la grabación de Hatto de los Estudios de Chopin-Godowsky, la pianista repitiera el mismo error de
lectura que aquejaba a una grabación de Carlo Grante publicada en
1993. Durante el año de la muerte de la pianista, 2006, las dudas siguieron apareciendo
en grupos de discusión de aficionados. Se escribía por entonces que entre sus
diferentes discos había muchos contrastes interpretativos; demasiados como para tratarse de la "misma pianista". Además, era extraño
que una pianista que llevaba varias décadas sin pisar un escenario, de pronto
reapareciera con un boom discográfico inusitado. El crítico Jeremy Nicholas de Gramophone,
claramente irritado, exigió en una nota de julio de 2006 que los acusadores
demostraran sus sospechas.
Se suele decir que fue en 2007 cuando un analista financiero
de nombre Brian Ventura se dispuso a escuchar el disco que Hatto dedicó a los Estudios trascendentales de Liszt en su
ordenador Mac, cuando la base de datos Gracenote
que es usada por el reproductor iTunes para identificar los metadatos de los
discos, lo identificó como una grabación que varios años antes había realizado László
Simon.
Sonaron las alarmas. El propio Ventura escribió a Gramophone.
Poco tiempo después, varios especialistas fueron comisionados para analizar las grabaciones. El resultado fue atroz. El sello Concert Artist había tomado muchas,
muchas grabaciones comerciales de pianistas de cierto prestigio, varias de
ellas lanzadas por la sueca BIS records y las había hecho pasar por interpretaciones
originales de Hatto a través de su manipulación digital. Encontraron cambios en el orden original de las piezas, cambios de ecualización, balance y
reverberación, omisión o colocación de silencios, cambios sutiles de velocidad
en las pistas originales y una serie de transformaciones que lograron engañar a
muchos "infalibles" detectores automáticos de metaetiquetas.
William Barrington-Coupe, el director de Concert
Artist y viudo de la pianista, logró engañar a todos y ganar mucho dinero de
forma fraudulenta. Y repitió la formula con otro pianista, el italiano Sergio Fiorentino. Si
no fuera un delito tanto comercial como artístico, esta falsificación debería
ser aclamada por su refinado uso de una tecnología digital depurada que logró
engañar a críticos, músicos profesionales y a los algoritmos.
Paradójicamente, como
dice Cook (Beyond the Score, 2013, 153), la misma tecnología que permitió el fraude, permitió su
detección. En todo caso, creo que todo sonólogo debería estudiar estas
grabaciones fraudulentas como todo buen pintor analiza y realiza falsificaciones
para comprender los secretos de su oficio.
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