1 de agosto de 2018

Fraudes fonográficos: el caso de Joyce Hatto


La fonografía atenta contra los discursos de autenticidad de la música pues, como sabemos, en el estudio se pueden alterar las competencias de los artistas y la cualidades de sus interpretaciones. El ejemplo más citado es el del dúo alemán Milli Vanilli quienes después de ganar un Grammy al mejor artista revelación en 1990, se descubrió que sólo se limitaban a hacer playback y que los cantantes reales eran otros.

Las tesis fundamental defendida en el capítulo 4. "Música de sonidos fijados: el impacto de la grabación" de Música Dispersa, es que la grabación fonográfica no es un documento de registro de una performance en directo, sino un modo diferente de interpretar la música con valores artísticos intrínsecos y legitimidad propia. Pero eso no quiere decir que su naturaleza creativa no pueda servir para mentir.

El Pink Floyd de The Dark Side of the Moon (1972), por ejemplo, nunca pretendió que creyéramos que lo que sonaba en el emblemático álbum era un registro de cómo tocaban en directo una serie de piezas compuestas previamente. Se trataba más bien de una creación artística de sonidos fijos que emplea el estudio de grabación como instrumento para la composición. Esas pistas son la obra, la composición y la performance simultáneamente. Sin embargo, la verdad sea dicha, no hemos sido particularmente conscientes de ello.

Pero los fraudes fonográficos existen y no sólo en la música popular urbana. Fue en un seminario de investigación artística en Gante cuando escuché por vez primera el calamitoso caso de Joyce Hatto que cimbró el mundo de la música clásica del Reino Unido durante la primera década del siglo XXI.



Hatto fue una pianista con cierto reconocimiento (conciertos, grabaciones, etc.) que detuvo su carrera artística hacia los años 70 por razones de salud. Pero hacia los años 90, el sello Concert Artist, propiedad de su marido William Barrington-Coupe, comenzó a lanzar de manera casi frenética grabaciones de sus "estupendas" interpretaciones de Mozart, Beethoven, Prokofiev y, sobre todo, Chopin.

En 2003, tres años antes de su muerte a causa de cáncer, el nombre de Hatto comenzó a popularizarse entre los aficionados al piano, primero, y después entre críticos especializados de medios como Gramophone, Classics Today o The Boston Globe. Se celebró el redescubierto a una estrella: se publicaron reseñas de sus discos, entrevistas y notas alusivas a su carrera truncada envuelta en la narrativa heroica de la artista que se superpone a una enfermedad mortal. Reconocidos y prestigiados críticos se deshicieron en elogios. Pero el fraude no tardaría en descubrirse.

Al musicólogo Marc-André Roberge le llamó la atención en mayo de 2005 que en la grabación de Hatto de los Estudios de Chopin-Godowsky, la pianista repitiera el mismo error de lectura que aquejaba a una grabación de Carlo Grante publicada en 1993. Durante el año de la muerte de la pianista, 2006, las dudas siguieron apareciendo en grupos de discusión de aficionados. Se escribía por entonces que entre sus diferentes discos había muchos contrastes interpretativos; demasiados como para tratarse de la "misma pianista". Además, era extraño que una pianista que llevaba varias décadas sin pisar un escenario, de pronto reapareciera con un boom discográfico inusitado. El crítico Jeremy Nicholas de Gramophone, claramente irritado, exigió en una nota de julio de 2006 que los acusadores demostraran sus sospechas.

Se suele decir que fue en 2007 cuando un analista financiero de nombre Brian Ventura se dispuso a escuchar el disco que Hatto dedicó a los Estudios trascendentales de Liszt en su ordenador Mac, cuando la base de datos Gracenote que es usada por el reproductor iTunes para identificar los metadatos de los discos, lo identificó como una grabación que varios años antes había realizado László Simon.



Sonaron las alarmas. El propio Ventura escribió a Gramophone. Poco tiempo después, varios especialistas fueron comisionados para analizar las grabaciones. El resultado fue atroz. El sello Concert Artist había tomado muchas, muchas grabaciones comerciales de pianistas de cierto prestigio, varias de ellas lanzadas por la sueca BIS records y las había hecho pasar por interpretaciones originales de Hatto a través de su manipulación digital. Encontraron cambios en el orden original de las piezas, cambios de ecualización, balance y reverberación, omisión o colocación de silencios, cambios sutiles de velocidad en las pistas originales y una serie de transformaciones que lograron engañar a muchos "infalibles" detectores automáticos de metaetiquetas.

William Barrington-Coupe, el director de Concert Artist y viudo de la pianista, logró engañar a todos y ganar mucho dinero de forma fraudulenta. Y repitió la formula con otro pianista, el italiano Sergio FiorentinoSi no fuera un delito tanto comercial como artístico, esta falsificación debería ser aclamada por su refinado uso de una tecnología digital depurada que logró engañar a críticos, músicos profesionales y a los algoritmos. 

Paradójicamente, como dice Cook (Beyond the Score, 2013, 153), la misma tecnología que permitió el fraude, permitió su detección. En todo caso, creo que todo sonólogo debería estudiar estas grabaciones fraudulentas como todo buen pintor analiza y realiza falsificaciones para comprender los secretos de su oficio.



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