La música clásica está en crisis.[1]
Su público disminuye al tiempo que envejece;
la media de edad de abonados a temporadas sinfónicas aumenta
considerablemente; los índices de audiencia de las emisoras especializadas bajan
irremediablemente y las discográficas
ni siquiera acceden a dar cualquier dato sobre sus ventas.[2]
Todo eso lo sabemos desde hace tiempo.
El tema preocupa a estudiantes y ocupa a algunos centros. El
Conservatorio de la Haya, por ejemplo, inició hace unos años un programa de
máster que atiende desde una perspectiva artística esta problemática. Su
trascendencia ha hecho que se convierta en un proyecto europeo en el que
colaboran varios centros del continente: Music Master for New Audiences and Innovative Practice (NAIP). Desafortunadamente
en la Esmuc, pese a tener recursos humanos capacitados para ello, no existe una
iniciativa similar. Ahora bien, el tema es abordado con cierta frecuencia en
TFGs y TFMs donde los y las estudiantes proponen diversas estrategias para
atraer nuevos públicos y renovar algunos aspectos de esta tradición.
Hace unos años, Albert Gumí me comentó que lo del
envejecimiento del público lo venía oyendo desde que era estudiante. Si eso fuera
una tendencia inexorable, comentaba, ahora las salas estarían completamente vacías
por defunción de oyentes. Afortunadamente esto no ha pasado. Pero como la media
de edad no hace sino subir, podemos concluir que la clásica se ha convertido en
una música etaria que, como el bolero
o el tango clásico, interpela fundamentalmente a una franja de población cuyas
edades superan los cincuenta años.[3]
En cuanto nos hacemos mayores tendemos a asistir más a conciertos sinfónicos y
entonces entramos en la estadística. Además, ésta nos dice que con el paso de
los años, nos incorporamos al deleite de la gran tradición de música de arte
occidental cada vez más viejos.
¿Es posible que los grandes compositores como Mozart y sus
obras vuelvan a atraer a una audiencia amplia y recuperen sus otrora exitosas
ventas de entradas y discos? De hecho lo hacen. Músicos como James Rhodes, Ara
Malikian o André Rieu son capaces de vender grandes cantidades de discos o
abarrotar los enormes espacios donde presentan algunas de las páginas más
conocidas de la música clásica. Apuesto a que esta última frase no gustó. Es
verdad que Rieu y similares no representan "la música clásica" sino
el crossover de ésta hacia otra escena musical distinta en valores estéticos.
Muchos colegas se quejan del mal gusto de sus presentaciones y de la baja calidad
de sus interpretaciones. Pero, ¿de verdad es tan malo?
Con frecuencia hago comparar a mis estudiantes su
interpretación, por ejemplo, del Bolero de Ravel, con alguna otra de alguna orquesta
aceptable para ellos. Los tempi elegidos, su fraseo, afinación e interpretación
en general no es demasiado diferente. Lo que no soportamos es el mal gusto de
su puesta en escena: el escenario mismo; los fuegos artificiales; la colocación
y vestimenta de los músicos; y, por supuesto, las afectadas reacciones del
público. En efecto, nos burlamos de esos ricachones anegados en lágrimas
viviendo experiencias artísticas elevadas y paroxísticas con el sector más
chabacano del repertorio clásico. Sin embargo, lograr esos niveles de emoción,
¿no es el objetivo que persigue todo músico? Parece ser que el que el repertorio
de la clásica tenga una segunda oportunidad en otra escena no nos basta. ¿Qué
defendemos entonces cuando defendemos la música clásica?
En un concierto reciente, Daniel Baremboim, una vez más, detuvo
su interpretación y reprendió a la gente que aplaudía entre movimientos y
le tomaba fotos. En un momento dado encaró al público y les dijo: "Sé que
estamos todos muy emocionados… Pero, por favor, escuchen hasta el final”. Es
bien sabido que Baremboim también se preocupa por el lugar marginal al que se
está relegando a la música clásica en la cultura actual y que en su opinión,
esto se resuelve con una educación
musical adecuada en los colegios. Pero también sabemos que en la época de Mozart,
Beethoven o Brahms, los conciertos solían armarse con retazos de obras enteras
y que el público comentaba y aplaudía cuando le daba la gana. El silencio y
control absoluto del sonido del espacio de concierto es en muy buena medida una
influencia de la experiencia de escucha fonográfica en espacios domésticos
privados a través de la tecnología que lleva con nosotros apenas más de cien
años.
Los casos mencionados apuntan a que cuando defendemos la
música clásica no nos basta con preservar un cúmulo de compositores y obras y
hacerlas que se escuchen constantemente. No nos basta con que sean conocidas
por un público amplio que compre sus discos, quiera asistir a los conciertos y
viva intensas experiencias estéticas con ellas. Cuando defendemos la música clásica
en realidad defendemos un modo específico
de interpretarla, un modo concreto de presentarla y un modo singular de
escucharla. Es decir, una serie de conductas, normas y rituales que tejemos
en torno a esos compositores y obras. La paradoja histórica es que a lo largo
de los últimos cien años, el canon ha hecho que los compositores y las obras
que se tocan no cambien, pero sí las conductas y modos de interpretarlas y
escucharlas.
Pese a que no estamos muy dispuestos a transformar los rituales
de escucha actuales, lo lógico sería que cambien de nuevo y que las nuevas
audiencias descubran sus propios motivos para amar la música clásica y seguir
haciéndola inmortal. Tal y como lo hicimos en el siglo XX. Y quizá esto se vea
atravesado de selfies, posteos en directo y exclamaciones de júbilo aun cuando
la música aun no haya terminado. Admitámoslo, cuando defendemos la música
clásica, en realidad lo que defendemos son nuestros modos de interpretar,
comprender y escucharla. Nos defendemos
a nosotros, no a los viejos maestros ni sus grandes obras.
__________________
[1]
El tema de la crisis de la música clásica es polémico. Algunos afirman que la
clásica simplemente está muerta. Otros dicen que goza de salud y normalidad.
Seguro que alguien miente: estas afirmaciones necesitan muchos matices. En
España apenas hay estadísticas para fundamentar estas afirmaciones con datos.
Pero las estadísticas en Estados Unidos, no son nada esperanzadoras.
[2]
Recordemos sin embargo que el disco más vendido de 2016 es de música
clásica. El tema contienen
muchas paradojas.
[3]
Músicas etarias son las que están destinadas a franjas de edad determinadas:
las músicas para adolescentes, para niños, para mayores. Algunas músicas
envejecen con su público como el charleston, el mambo o cierto rocanrol. Otras
interpelan al mismo grupo etario pese al paso de los años como la música para
niños como las canciones del Club Super 3 en Catalunya; María Elena Walsh en
Argentina o Cri-cri en México.