La conquista en la
construcción de la identidad nacional en México y España: Tomás Pérez Vejo
Avión es un pequeñito pueblo gallego de la provincia de Orense que ostenta la cantidad más alta de chalets y autos de lujo por habitante de toda España. Sus veranos, más benévolos que en el resto de ardiente península, suelen reunir en torno a ruidosas mesas de dominó y duros acordes de rancheras, a algunos de los personajes más poderosos de las élites políticas y económicas de México y España. Ese pintoresco pueblo de indianos, gallegos que se fueron a hacer las Américas y regresaron prósperos y barrigones, provee de un entorno distendido y familiar para tomar algunas de las decisiones más trascendentes en las relaciones de ambos países.
En 2017, ya siendo candidato oficial a la presidencia de México que ganaría al año siguiente, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) visitó la tierra de su abuelo, Cantabria, para reunirse con su querido amigo, Miguel Ángel Revilla, el presidente de esa autonomía. El cántabro también es un político idiosincrático como AMLO (si te formas en la cola a buena hora, te puede recibir un sábado en su despacho). Sin embargo, al parecer, carece de la capacidad de este último para generar amores y enconos tan polarizados. El contraste entre las postales de los ricachones de Avión y la de los presis campechanos en Cantabria escenifica dos concepciones diferentes de la gestión de los estrechos lazos que unen a ambos países. Unas relaciones que oscilan entre el pragmatismo e inmediatez de decisiones económicas o políticas y el insondable extravío de los mitos identitarios y los símbolos patrióticos. Dependiendo del momento y oportunidad, sus vínculos transitan por la eficaz aplicación de las primeras o las turbulencias de los segundos.
El germen, desarrollo y usos de los mitos de identidad nacional de México los conoce muy bien Tomás Pérez Vejo, historiador nacido también en Cantabria pero que trabaja en México en la siempre politizada y combativa Escuela Nacional de Antropología e Historia. Suena raro que un profe español se ocupe de esos temas y los enseñe en ese centro educativo con una longeva tradición en luchas por lo simbólico- identitario. Bueno, ya el Luis Buñuel de Los olvidados nos mostró que estas cosas pueden pasar.
En esta entrevista destaca cómo los mitos de identidad nacional son fieles aliados en los momentos de crisis. Por ejemplo, para navegar por las duras crispaciones políticas a las que se ha enfrentado AMLO en su país, no dudó en agitar el simbolismo de la conquista y enviar en marzo de 2019 solicitudes de perdón a la corona española (con copia al papa, como en los buenos tiempos del imperio) que no tienen aun y, probablemente, jamás tendrán respuesta.
En esta otra resume de manera tan sintética como eficaz algunas de las dinámicas de la construcción de los andamiajes identitarios del nacionalismo mexicano.
Antes que nada hay que recordar que las repúblicas latinoamericanas pasaron por procesos muy particulares de formación en relación con los países europeos. Éstos primero fueron construyendo sus relatos nacionales que aseguraron que todos sus ciudadanos compartieran un mismo imaginario de cohesión y luego, sobre las ruinas de antiguos reinos, se fundaron los países actuales (más o menos fue así, con sus excepciones, claro). Aquí la construcción de nación precedió al del estado. En Latinoamérica el proceso fue inverso. Primero las minorías criollas gobernantes (de sangre y pensamiento netamente europeo) lograron defender sus intereses frente a los de la metrópoli independizándose de ésta a partir de cruentas guerras. Una vez instaurados sus estados independientes se dieron a la tarea de constituir los respectivos relatos de cohesión nacional que, ahora sí, deberían integrar a todas las cosmovisiones, etnias y culturas que quedaron dentro de sus límites. Para ello, resultaron extremadamente convenientes ciertas relecturas interesadas de su pasado inmediato, remoto e, incluso, imaginario. Aquí el estado precedió a la nación (dicho sea esto sin pretender herir los Sentimientos de la nación de Morelos).
Durante la segunda mitad del siglo XIX dos extremos políticos se enfrentaron en una guerra cultural donde cada bando intentó imponer su propia mitología de la nación mexicana. Los conservadores afirmaban que México comienza sólo después de la conquista cuando se instaló en el territorio una civilización, cultura, idioma, moral y religión específicas. Los liberales (ojo que el término aquí tiene matices propios distintos a los actuales), por su parte, defendían que México era una entidad real desde tiempos prehispánicos; su incontenible devenir fue interrumpido por la conquista y la era colonial para recuperarse con la independencia. La mentira que ganó fue la segunda.
Pérez Vejo acierta en su análisis de la importancia y los usos de la conquista en el relato de cohesión nacional en México. Pero creo que se equivoca al afirmar que en España su impacto es mínimo o residual. Con mucha frecuencia se soslaya el vigor de ciertas concepciones nacionalistas españolas. Es verdad que el nacionalismo español exhibe ciertos signos de disfuncionalidad sobre todo frente a los ruidosos discursos y manifestaciones vascas o catalanas. No menos cierto es que las mastodónticas banderas que se ondean en diferentes puntos de la Ciudad de México como queriendo eclipsar artificialmente al sol son impensables, de momento, en Madrid. Y el himno español… ¡ni si quiera tiene letra!
También es cierto que los meneos y contradicciones identitarias de una cantidad ingente de españoles no pasan por el mito de la potencia colonial del imperio español. Otros eventos históricos, como la guerra civil, les resultan mejores anclajes para erguir narrativas identitarias potentes. Los intereses personales por la América antigua de la gran mayoría de mis conocidos españoles no van más allá de las bachatas de Juan Luis Guerra o los romances turbulentos de José Luis Rodríguez “El Puma”.
Sin embargo, hay que reconocer que el nervio nacionalista en relación a la conquista en España ya no está sólo en el templete de autoridades de los desfiles de la fiesta nacional del 12 de octubre ni se limita a algún vociferante escaño de la Real Academia Española. El revisionista libro Imperiofobia y leyenda negra de María Elvira Roca Barea que, según algunos especialistas, está plagado de mentiras, reivindica con orgullo el pasado imperial ibérico desde un reclamo identitario. No es anecdótico: ha sido el ensayo más vendido en la historia reciente de España (espero que el extraordinario Infinito en un Junco de Irene Vallejo le arrebate ese honor).
Por otro lado, el partido ultraderechista Vox, que el pasado 13 de agosto de 2021 se vanaglorió y apropió públicamente de las “gestas civilatorias” de hace 500 años, es nada más ni nada menos que la tercera fuerza política en España: si fueran olimpiadas tendría la medalla de bronce. No, no se trata de reliquias ni nostalgias inocuas. La conquista de América es un activo potente para cierto orgullo nacional español que se está catapultando nuevamente según los intereses de sectores políticos rancios. Hay que posicionarse ante ello. No por una necia disputa por el pasado, ni para darse golpes de pecho culposo por la conquista, sino simplemente para desbrozar el camino por el que transita la construcción de nuestro futuro.
Para terminar. En ocasiones me parece que como expotencia colonial, España se muestra singular, inestable y algo errática. Esto tiene cosas buenas y malas. Por ejemplo: ¿Francia o Reino Unido hubieran padecido una marcha verde en algunas de sus posesiones? Según la ONU, sólo hay dos países en el mundo que aún tienen colonias: Reino Unido y España. El primero por una multitud de islas esparcidas por todos los mares y la segunda sólo por el Sáhara Occidental. El letargo del estado español ante la situación del pueblo saharaui contrasta con el envío de ayuda material, las adopciones y acogida de niños, solidaridad constante y cálida atención general que les ofrecen los españoles comunes y corrientes.
Creo que esto tiene que ver con lo siguiente: de todos los países europeos que han participado en invasiones, ocupaciones y guerras en Asia como las de Afganistán o Irak España es quien ha generado menos imaginarios y discusiones públicas y populares. La soledad de la novela Aunque caminen por el valle de la muerte (2017) de Álvaro Colomer sobre el vituperado desempeño de las fuerzas españolas en el ataque de Najaf (Irak) de 2004, contrasta con la generosa producción de películas, series, libros y debates en otros países de su entorno.
Por otro lado, mientras que en las universidades de las antiguas potencias coloniales se levantan potentes departamentos de estudios postcoloniales cuyos renombrados especialistas tienen un gran impacto en la intelectualidad del mundo entero, en España su presencia es más bien discreta. Hasta donde sé, carece de nombres a la altura, digamos, del portugués Boaventura de Sousa Santos. Es algo extraño ¿no?
Ver también estas
intervenciones de Pérez Vejo:
Restaurando la República; construyendo la Nación
Ver sus interesantes publicaciones.
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Ver el resto de Lecturas para repensar los 500 años de la caída de Tenochtitlán