La isla de Gilligan fue una serie televisiva de los años sesenta en la que un grupo
heterogéneo de personas integrado por una pareja de millonarios septuagenarios,
una estrella de cine, un profesor sabiondo y una estudiante boba, se embarcan
en un diminuto botecito pilotado por el Capitán y su asistente, Gilligan, para
dar una pequeña excursión dominguera. Pero una furiosa tormenta los sorprende
en medio del paseo. El bote va a la deriva y por fin naufraga en una isla
desierta del pacífico.
Pasan los años, los excursionistas se
instalan en la isla pero, de manera curiosa, el modo en que han reorganizado su
vida y la supervivencia en su aislamiento, reproduce de manera inútil y ridícula
el orden y jerarquías sociales a las cuales pertenecían en su contexto urbano:
los millonarios viven en una choza lujosa y exhiben dinero que nadie sabe de
dónde sacan y que nunca se acaba porque no puede comprar nada; la estrella
viste glamorosos vestidos de gala y derrocha habilidades seductoras dirigidas a
nadie; el profe ceremonioso se pasa el día dictando cátedra; etc.
El periodista mexicano Jaime Avilés usó en los noventa el término Síndrome de la isla de Gilligan para referirse a
la incapacidad de las elites intelectuales, científicas, deportivas o
artísticas de cualquier país, para crear modelos de organización alternativos y
principalmente eficaces. Estas élites que se supone son motor de transformación
y perfeccionamiento de la sociedad, en ocasiones no hacen sino reproducir mecánicamente,
una y otra vez, como si fuera una condena, los inoperantes modelos autoritarios,
disfuncionales y en ocasiones, corruptos, que dominan la estructura política y social
de su país.
La jerarquía y orden social ni se crea ni se transforma. Simplemente cambia
de personas y lugar.