Avelina Lésper ejerce la crítica de arte a partir de graves carencias formativas en historia del arte y estética. Sin embargo, posee innegables capacidades discursivo-performativas y mucha habilidad para la gestión de debates que incluye una aguda astucia para sembrar trampas fatales a sus contrincantes
dialécticos y la monopolización absoluta de los tiempos y el micrófono.
No discute con quien debe sino con quien puede: prefiere confrontar
a artistas más que a estetas, críticos o historiadores. Con sus mañas ha puesto
en evidencia la enorme fragilidad discursiva de algunos creadores, incluyendo
aquellos cuyas poéticas transitan por lo conceptual; es decir, cuyo material de
trabajo es en buena parte el discurso. Sus "performances" y
escándalos la han encumbrado con el mismo método que denuncia.
Pero sus viscerales argumentos contra algunas
manifestaciones del arte actual son engañosos, desinformados y descansan sobre
ideas simples y extremadamente reduccionistas. Su eficacia depende no de la
exhibición de hechos o argumentos que circulan entre los profesionales de la crítica especializada, historia del arte o estética; sino de movilizar imaginarios, prejuicios y el revulsivo
emocional que se agita entre sus apasionados seguidores. En nuestros días, todas
estas astucias se suelen asociar al "populismo" y la "posverdad".
En efecto, Lésper no es anacrónica ni decimonónica. Es una conservadora
a la altura de nuestros días que suma likes
a su causa no por repartir verdades que superan lo "políticamente
correcto", sino por restituir subjetividades dañadas por el arte
contemporáneo: ha puesto palabras al enfado y zozobra de un número nada
despreciable de aficionados y profesionales cuyo gusto por el arte canónico los
hace sentir especiales.
Creemos que las obras de arte son objetos únicos e
irrepetibles concebidos por seres humanos excepcionales y cuya valoración
requiere de una cultura, educación y/o sensibilidad también particular. Si
algún elemento de la ecuación falla; si lo que hace un artista "hasta lo
puedo hacer yo"; si lo propuesto por una obra no exige ese tipo de gusto especial; si
no soy capaz de distinguir entre un objeto cotidiano y otro artístico; entonces
se acaba el arte.
Y no basta con cambiar de galería o acotar nuestras
preferencias. La sola existencia de instalaciones, performances y videoarte, aunque no las visitemos ni nos interesen, atenta contra la integridad estética
de miles de personas que requerimos que exista una definición muy clara de lo
que es el arte y lo bello, pues, de otro modo, dejamos de ser tocados por ese
hálito mágico y perdemos ese sello de distinción
que nos da el gusto estético. Por eso hay que denunciarlas, por eso hay que
desaparecerlas.
Una sociedad sana requiere debates profundos sobre las
enormes contradicciones del mundo del arte contemporáneo. Que haya gente que reaccione enérgicamente contra el arte que no le gusta, denota la importancia que le otorga una parte de nuestra sociedad. Pero que sean
personajes como Lésper quienes lideren la discusión, es simplemente un fracaso total, sobre
todo de los profesionales.
Hace poco, tras otro debate tramposo, esta vez con graffiteros, algún indignado saldó sus diferencias con la
crítica con un inadmisible pastelazo
que terminó por obsequiarle otro performance de esos que la han convertido en una
estrella mediática.
Al ideario redentor de estas simulaciones hay que plantarle
cara con argumentos e ideas informadas. Profesionales como el crítico colombiano
Halim Badawi han dedicado tiempo a
desenmarañar sus argumentos falaces. Recomiendo mucho la lectura de su Diatriba contra Avelina Lésper.
Este ejercicio debe multiplicarse.
Ahora bien, si usted odia también al arte contemporáneo está en
todo su derecho. Pero le recomiendo que informe responsablemente su malestar a
través de profesionales serios como el francés Marc Jimenez.
Pero recuerde: las buenas críticas al sistema del arte contemporáneo nunca son globales,
generales e indiscriminadas como las de Lésper. Éstas las encuentra en reflexiones puntuales sobre el modelo de negocio de determinados
artistas o el proceder específico de algunos museos, galerías, instituciones o
personas.
Las "enmiendas
a la totalidad" indiscriminadas son espacios donde es muy fácil mentir. Véase el caso de Trump o el Brexit.